Habíamos llegado a esa altísima torre de noche … con un cansancio atroz había subido las escaleras y realmente con un “poco” de miedo me había instalado allí.
Era la adulta y el miedo en realidad solo podía ser a “fantasmas” … algo que se supone que a mi edad uno no debe de tener… por lo que por suerte el sueño lo venció.
…
Una corazonada muy grande y una fuerza absolutamente interior me habían llevado a ese sitio… totalmente contramano de todo y digamos que lo opuesto a lo que en los últimos años me había tocado vivir por esas épocas.
Necesitaba estar lejos, en el medio de la nada, con personas tan sanas como alegres, sin la más mínima frivolidad… y acompañada de mis cachorras en un entorno de absoluta Naturaleza.
El lugar que me encontré era incluso más ideal de lo que podría haber imaginado.
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Al despertarme, vi que mi hija más chica no estaba en su cama, la llamé, la busqué… y así fue como la encontré en la terraza, observando a menos de un metro de distancia a una familia de chimangos.
Me miró y me hizo silencio con el dedito… con ese mismo dedito que me llamó para que fuera hacia ella y estuviera igual de cerca que ella.
Las aves nos miraban y nosotras estábamos extasiadas de lo cerca que estábamos… no nos teníamos miedo… de repente su chillido, tan penetrante como vivo, y se largaron a volar.
Desde ese día nos sentimos viviendo entre ellas, compenetradas con ellas, atraídas por ellas y misteriosamente en conexión con ellas… tanto mi hija pequeña como yo.
Pero.. pero… bien se dice que “No hay que gastar pólvora en chimangos”…
Y sí, me (nos) llamaron la atención, estábamos viviendo literalmente entre ellas a unos doce metros de altura … pero no eran los animales idóneos para convivir por un sinfín de razones, sino simplemente “atrayentes”.
Y sí, atrás había un mensaje… No hay que dedicarle mayores esfuerzos a cosas que no valen la pena por más seductores que sean.
Y sí, los chimangos volaban, chillaban, habitaban cerca, e incluso una pluma de ellos regresó con nosotras… pero allí quedaron ellos en la altísima torre cuando regresamos a casa.
Y sí, fue en casa, donde curiosamente capté que desde hacía años convivíamos con una familia de otras aves que nos atemorizaban mucho, nos miraban penetrantemente sin familiaridad y sus chillidos no nos gustaban…. pero que a diferencia de los chimangos… eran valientes… y cumplían una función idónea en nuestro ecosistema.
Y sí, nosotras vivimos entre gavilanes, no entre chimangos… y aunque no voy a olvidar nunca el chillido y la mirada de los chimangos -siento que los identificaré y recordaré de por vida-… sé que no son parte de lo que deseo cerca en mi vida… porque a mí me van los gavilanes.