Y hubo un viernes de tardecita… yo estaba en una reunión pensando en alguien… y cada tanto imaginaba que ese alguien iba a aparecer por la puerta… por eso no paraba de mirarla.
Pero ese alguien nunca apareció…
Recuerdo esa noche de viernes, tras una clase de Tango que me vi inmersa para distraer mi tiempo, ir a la cama desilusionada y triste.
A ese alguien le tome un enojo no digno de mí…
Enojo que por suerte al poco tiempo desapareció… pero que existió al mil por mil con todas mis reacciones.
…
Supuse para mis adentros que ese alguien no había tenido ni la valentía para encarar una conversación telefónica…
Supuse tantas cosas, pero es que no tuve ni el momento para poder hablar…
Y pasaron meses… muchísimos meses… el agua corrió por el rio… llovió e hizo calor… no solo mi enojo se esfumó sino también mi ilusión y mi desilusión.
En el medio, me frustré… me sentí impotente… me dolió… hasta que en un momento decidí dejar todo en un cajón cerrado, y que fuera un pasado absoluto.
Y pasaron meses… muchísimos meses… pero con ellos la necesidad de saber la verdadera historia nunca desapareció, la que tiene tantas versiones como protagonistas…
Cuando finalmente me encontré con ese alguien, y nos encaramos en una conversación, pude tener la certeza de saber que ese viernes fue a donde yo estaba, pero por algo que ridículamente se llama discreción, no entro al lugar sino que se quedó del otro lado… no pasó la puerta… hizo kilómetros y kilómetros, y seguro pasó sus nervios y sus inseguridades… para optar por no entrar… pero no por cobardía sino por compostura.
Y esa diferencia entre entrar o no haber entrado, fue el gran desencuentro, en un momento que era sumamente necesario el encuentro… y por ello marcó el final de una historia.
…
Hay momentos que cambian el cauce de un río, hay enojos que te pierden, hay conversaciones que te podrían haber salvado, y hay desencuentros que rompen cualquier encuentro.